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periodismo universitario en internet

La insoportable levedad de acostarse con El Empalador

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Imagen de la película “Nymphomaniac” de Lars von Trier/ Fotografía Nymphomaniac

Un ambiente idílico: playa desierta, sol abrasador, brisa marina. El olor de la sal. Arena limpia, sin cristales, ni tan siquiera esos granitos de piedra que están más duros y pinchan. Estás sola. Y sabes que todo es mentira, pero una mentira del tipo que solo el mejor cine es capaz de construir. Te quitas la ropa lentamente; incluso te paras a relajarte con la tela deslizándose suavemente entre tus muslos. Coges el bolso y sacas un frasquito con aceite. Lo untas por todo tu cuerpo, para broncearte. Nunca antes habías estado mejor. De pronto, un monstruo gigante de forma fálica irrumpe de Dios sabe dónde y te pone a su merced hasta destruirte. No hablamos de la nueva versión de “Godzilla”, sino de una de las muchas situaciones que el cine porno ha convertido en arquetípicas desde la eclosión del género en la década de los 70. Y, si hilamos más fino, para cientos de miles de personas tampoco estamos hablando simplemente de una escena porno, sino de eso mismo que sientes tú cuando tienes que levantarte un día más a las 06,30 h. para ir a la oficina y fichar, o para coger sitio en la biblioteca y tratar de sacar adelante ese trabajo de fin de grado que se te complica por momentos: efectivamente, rutina.

Preguntada por la vida cotidiana en el porno, Dunia Montenegro –con más de diez años de experiencia en el género– dice verlo “como un trabajo normal”. “Para tu entorno cercano es duro, hay que tenerlo en cuenta antes de decidirte”.  Sorprende el desdén con el que la actriz brasileña parece tomarse incluso el haber trabajado con la megaestrella mundial Lexington Steele (alias “El Empalador”, por exactamente los motivos que están ustedes imaginando), al que no concede importancia cuando su nombre sale en la conversación. En el diálogo con ella no parece que nada tenga más importancia de la justa, ni una dimensión psicológica especial.

En su largo reportaje “Gran Hijo Rojo”, el malogrado escritor David Foster Wallace centraba, sin embargo, su punto de vista sobre el aspecto ontológico del porno –su razón de ser y las razones de sus actores– y hallaba datos un tanto estremecedores.

A un lado, Wallace colocaba el dato de que entre una y dos docenas de hombres adultos norteamericanos ingresaban todos los años en urgencias después de haberse castrado a sí mismos, según la Academia Americana de Medicina. Los pacientes en cuestión, cuando sobrevivían, se justificaban diciendo que sus deseos sexuales se habían convertido en una fuente inagotable e intolerable de insatisfacción: “El deseo de un alivio perfecto, unido a la imposibilidad en el

mundo real de obtener ese alivio perfecto y de obtenerlo en el momento deseado les había producido una tensión que ya no podían soportar”. ¿Puede el porno llegar a paliar esa insatisfacción, o puede llegar a agravarla?

Pero en Fornicalandia no todo son felicidad y orgasmos. En Estados Unidos, la esperanza de vida media de un actor porno es de 37 años. Una cifra preocupante que encuentra parte de explicación en las enfermedades de transmisión sexual. Dunia Montenegro, en sus declaraciones a Variación XXI, se muestra preocupada por este asunto: “Debería rodarse con preservativo. ¡Desde aquí quiero animar a todos los que lean esto a que lo hagan!”.

La actriz Dunia Montenegro.

La actriz Dunia Montenegro.

En cualquier caso, las enfermedades de transmisión sexual no son el único gran fantasma al que parecen tener que enfrentarse los profesionales del género. Foster Wallace nuevamente, en su reportaje, comenta sus sorprendentes tasas de suicidio, que han obligado a establecer un teléfono de emergencia operativo las 24 horas del día, a cargo del grupo PAW (Protecting Adult Werfare, “Protección del Bienestar de Adultos”). En noviembre de 1998 gran cantidad de estrellas participaron en un evento –un torneo de bolos nudista– destinado a recaudar fondos para esta asociación, a la que ninguna productora ni ejecutivo donó dinero.

¿Por qué se suicidan los actores porno? ¿Soledad, ausencias afectivas? ¿Sensación de estar al margen del mundo? En realidad, las causas son mucho más mundanas de lo aparente. Del mismo modo que los deportistas, que suelen precisar de ayuda psicológica cuando se retiran, los actores porno tienen una vida laboral muy efímera, que en el caso de las mujeres apenas suele ir más allá de los treinta años. En la mayor parte de los casos, los trabajadores del medio tratan de integrarse en otras facetas, como sucedió en nuestro país con María Bianco: legendaria intérprete de porno nacida en 1957, a finales de los 90 Bianco decidió pasarse a labores de producción e incluso dirección, para más tarde abandonar definitivamente el género y dedicarse a la producción ejecutiva cinematográfica. Mismo recorrido que el de, por ejemplo, esos futbolistas que, finalizada su época de buen rendimiento físico, se sitúan en labores técnicas como entrenadores o como directores deportivos, en definitiva.

No todos lo consiguen con éxito, de todos modos. Savannah –nombre artístico de Shannon Wisley–, algo así como el equivalente mitológico de James Dean en el mundo del porno estadounidense, decidió acabar con su vida a la edad de 23 años tras sufrir un accidente de coche que le produjo laceraciones en la cara y venía, por tanto, a anticipar el final de su carrera.

¿Y qué hay de ti, tipo al otro lado de la pantalla? El editor de Adult Video News, la publicación sobre porno más importante del mundo (y que organiza sus premios más prestigiosos cada año en Las Vegas), opina: “La mayoría de la gente disfruta del sexo. Y un segmento bastante importante disfruta al ver a otros tener sexo. La gente tiene actividad sexual y eso es lo que la industria de entretenimiento para adultos les brinda”.

Imagen de la Campaña 'porno se mueve', Sobre el Cambio de las Páginas del porno al Dominio. Xxx

Imagen de la campaña ‘Porn is moving’, sobre el cambio de las páginas porno al dominio .xxx

Y el desarrollo de las tecnologías ha traído una diversificación de los contenidos que quizá también tú, tipo al otro lado de la pantalla con posibles espantosas parafilias, celebres. Un artículo publicado en 2003 en el suplemento Ariadna, que formaba parte del diario El Mundo, ilustra cómo muchas de las actrices caseras que proporcionan su propio contenido pornográfico a través de webcam creen que “la gente está cansada de ver chicas esculturales, quieren sexo más cercano, como si fuese su vecinita”. Puntualiza por otro lado el marido de esta actriz amateur que “algunos hasta se enamoran, se conectan todos los días, incluso sin pedir que se desnuden”. Quizás el público quiere algo más real, más humano, que se aleje de las típicas escenas frías y los escorzos imposibles de las superestrellas del porno. ¿Va el problema mucho más allá de la autosatisfacción sexual?

La soledad y la abstracción en tiempos de megarredes sociales y de webcams en la habitación de esa vecina a la que nunca te atreves a hablar han sido el eje vertebrador de muchas películas del reciente cine norteamericano: “Don Jon”, la (tampoco muy relevante) crónica del romance de un joven adulto con la mujer perfecta y su, sin embargo, difícil conjugación con su preferencia por la perfección técnica del porno profesional; “Shame”, la historia de un hombre luchando por agotar una ansiedad sexual inagotable; o “Her”, fábula ambientada en un futuro distópico donde el protagonista solo es capaz de cubrir sus necesidades afectivas con un programa informático adaptado a ellas, son tres buenos ejemplos.

Pero, además de la temática, otro factor común puede apreciarse en las películas citadas: un raro y particular punto de amargura detrás de la pasión de sus antihéroes. ¿No tienen los amores de estos personajes, o acaso sus calores de entrepierna, un componente meramente quijotesco? ¿No está implícita en sus premisas la certeza de que estos objetivos o estos deseos jamás llegarán a culminar? Es posible que el centro de todo esto, al final, no sea la satisfacción sino todo lo contrario.

En un artículo publicado el 6 de agosto de 2010 en su blog Emperador de los Helados, titulado “Cuerpos”, el periodista Noel Ceballos reflexiona a cuenta de un programa emitido ese verano por Telecinco, “Las joyas de la corona”, conducido por Jordi González y con la participación de Carmen Lomana: “(…) el porno, como los programas veraniegos de Telecinco, convierte a personas en cuerpos sin contexto para el deleite de un espectador perverso. Las joyas de la corona intenta eliminar todo signo de rebeldía e incorrección (en suma, de humanidad) de doce jóvenes cuyos cuerpos pasan, también, por un proceso de remodelado —maquillaje y estilismo— para adaptarlos al canon de elegancia Telecinco (para hacerse una idea, ver también Mujeres y Hombres y Viceversa) (…) son obligados a combatir entre ellos para lograr un premio con dos niveles: compensación económica y fama líquida (nivel superficial), ingreso como miembro productivo en la sociedad adulta (nivel profundo)”.

Si damos por buena aquella afirmación del filósofo Gustavo Bueno de que “Cada pueblo tiene la televisión que se merece”, o incluso aquella otra de Lope de Vega, más cruel, de “Si el vulgo es necio, es justo hablarle en necio para darle gusto”, podemos decir que el éxito de un programa depende importantemente de su conexión con los valores e inquietudes de su público. Que programas como “Las joyas de la corona” o tantos otros de características similares gocen (gozaran) del beneplácito de la audiencia resulta particularmente revelador.

¡Un momento! ¿Y qué si la gente quiere ver “Las joyas de la corona”? ¿Y qué si la gente, simplemente, quiere satisfacer la necesidad de entretenerse? Al fin y al cabo, ¿no era la satisfacción lo que estábamos buscando? ¿No se trataba exactamente de eso? Absolutamente sí.

Y, por esta razón, el porno ha inundado nuestra vida. En Nueva York, allá por el bajo Manhattan, hay una calle llamada Wall Street donde a diario se practica porno duro en directo. Estos días en la tele están echando un porno rarísimo en el que varios tipos compiten por tener peso en algo llamado Comisión Europea (“Una persona que conoces”, reza el lema de uno de los cuerpos descontextualizados que se presentan como candidatos). Una relación sentimental, caracterizada en otro tiempo por íntima y privada, ya no puede existir sin su pornográfica foto de rigor en la portada de Facebook de estas personas –y la bendición de 20 personas diciendo que “les gusta”–.

Hoy día es un completo disparate satanizar el porno: cualquier persona frontalmente partidaria de su prohibición (¿qué?) parece incluso más retrógrada que un homófobo o un machista. Porque nuestra sociedad, la llamada sociedad de mercado, ha asumido nuclearmente el porno: es su esencia.

Así que, a la pregunta de si el porno alivia nuestras necesidades sexuales o las multiplica, la respuesta es que… ambas. Amigo, claro que podemos tener nuestras demandas y satisfacerlas con las ofertas. Pero, si de esa satisfacción no surge otra necesidad, ya me dirás tú, tipo al otro lado de la pantalla, con la sangre de quién vamos a engrasar la máquina.

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