Rumanía, la revolución con sangre entra. Revoluciones de 1989, el año en que cambió Europa (6)
«Nadie es dueño de la multitud aunque crea tenerla dominada»
Eugéne Ionesco
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La democratización en Rumanía se saldó con 1.104 muertos
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Toda la prensa internacional acudió a Bucarest, incluido El Independiente
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El FSN del ex comunista Ion Iliescu lideró el cambio
El fin del sistema de economía planificada socialista en Rumanía estuvo teñido de sangre, con más de mil muertos según algunas fuentes, incluido el dictador Ceacescu y su esposa. Las Revoluciones de 1989 se convirtieron aquí en una revolución al estilo clásico, con la toma de los medios de comunicación y la defenestración del dictador. Lo que tuvo en común con otros procesos en Europa Oriental fue el desencadenamiento de los acontecimientos a partir de manifestaciones espontáneas y cada vez más frecuentes. Movilizaciones contra una insostenible pobreza, generada por el régimen de Nicolae Ceaucescu en un estado comunista personalizado en el líder y el culto a su figura, que para pagar la deuda nacional sometió al pueblo a restricciones en todos los órdenes con un terrible plan de austeridad que dejaba incluso sin luz, agua ni energía a la mayor parte de la población durante el invierno. A ello que hay que añadir la casi sistemática puesta en marcha de faraónicas obras civiles a mayor gloria de su gobierno y persona.
Timisoara, primeras manifestaciones y más de cien muertos
Yo seguía, al igual que muchos de mis colegas, en Viena tratando de armar el ‘puzle’ de las Revoluciones de 1989. Mientras la prensa se ocupaba todavía de los procesos democratizadores en el resto de países del Europa del Este, la revolución rumana comenzó a mediados de diciembre con la represión por la utilización del idioma húngaro en las escuelas de Timisoara, en la región de Transilvania. El encarcelamiento de un pastor protestante de origen húngaro, LaszloTokés y sus incendiarios discursos, desataron el primer gran movimiento de protesta antigubernamental. La solidaridad con el clérigo, deshauciado y encarcelado, fue el motivo de la primera manifestación contra la represión. La marcha, que había partido de la iglesia ortodoxa de Timisoara, fue reprimida contundentemente por las fuerzas de seguridad y por la brutal policía política secreta, la Securitate. Durante los siguientes días las protestas fueron creciendo y la represión se fue haciendo más dura, con la intervención incluso del Ejército. Desde el 16 de diciembre en que comenzó la protesta hasta el día 21 en que Timisoara fue declarada ‘ciudad libre’ la revolución fue extendiéndose a otras ciudades de la región de Transilvania como Tirgu Mures, Arad o Brasov hasta llegar a la propia Bucarest.
El último discurso del ‘conducator’
Durante el discurso de Ceaucescu del día 21 de diciembre, desde el balcón de la Plaza del Palacio, la gente empezó a gritar consignas contra el dictador y todos los que le rodeaban, conscientes de la insostenible situación, le recomendaron finalizar el acto, de forma que huyeron de la capital en helicóptero. Así se aprecia en este testimonio, sin apoyo narrativo, de la televisión rumana. En caso de disturbios, el realizador y los cámaras tenían orden de emitir imágenes del cielo y la parte alta de los edificios de la plaza, como también se aprecia. En aquel momento ya no se sabía si todo ello era resultado de una conspiración desde dentro del Ejército, en la que sin duda habrían participado miembros de la Securitate, si era la prolongación natural del movimiento popular nacido en Timisoara, o si era resultado de movimientos dentro de las élites del Partido Comunista que ante los acontecimientos en los países vecinos veían en el cambio una necesaria salida a la crisis económica y el colapso del sistema.
La salida de Bucarest del dictador y su esposa supuso la definitiva toma de las calles del centro. La historia del día de Navidad de aquel año es de sobra conocida. Los Ceaucescu y sus colaboradores, Emil Bobu y Tudor Postelnicu fueron bajados del helicóptero en medio de su huida y conducidos al cuartel de la ciudad de Targoviste. Allí mismo tuvo lugar un juicio sumarísimo, retransmitido en sus partes esenciales al mundo a través de la televisión, en el que fueron acusados de genocidio, daño a la economía nacional, enriquecimiento ilícito y utilización de las fuerzas armadas contra la población civil. Los Ceaucescu fueron declarados culpables y ejecutados.
La Securitate sigue reinando en Bucarest
Mi agenda contemplaba pasar la Navidad en España y renegociar mi contrato, de forma que llegué a Madrid mientras Ceaucescu daba su discurso desde el balcón de la Plaza del Palacio. Me reuní con el director adjunto de El Independiente para regularizar mi situación laboral con un contrato más allá de las palabras. Esa semana tenía previsto también ver a Fernando Ónega a la sazón director de informativos en la Cadena COPE, y pasar las facturas de las crónicas que había estado enviando a la emisora. De momento decidí pasar la última semana del año en Madrid y salí de vuelta a Europa del Este el día 1 de enero, inaugurando la última década del siglo pasado.
Llegué al aeropuerto internacional de Bucarest, ya abierto al tránsito civil, en una fría mañana de enero. Ya se habían enfriado aquellos primeros momentos de la revolución con las matanzas de Timisoara y el resto del país. De los más de 150 muertos que se registraron en primera instancia en las manifestaciones de la región de Transilvania, se pasó a un trágico balance de más de mil muertos. Decían que el propio dictador había ordenado la disposición de francotiradores en los tejados y balcones de diversos edificios que disparaban indiscriminadamente a la multitud que se congregaba para protestar por la dramática situación.
El juicio a los colaboradores del dictador, la puesta en pie de mesas de diálogo con partidos políticos para la celebración de elecciones eran los principales focos informativos. El nuevo presidente Ion Iliescu, del Frente Nacional de Salvación (FSN) y antiguo miembro del Partido Comunista, había anunciado un referéndum para decidir sobre la ilegalización del Partido Comunista y la derogación de la pena de muerte.
El Frente de Salvación Nacional era una organización política creada expresamente por diversas personalidades del momento, la mayoría provenientes de las estructuras de poder comunistas, que consiguió poner en marcha la transición hacia la democratización. Pasados los años se ha aplicado también el revisionismo a la acción del FSN.
Sobre el terreno daba la impresión de que la estructura del poder no había cambiado mucho. Es decir, parecía que los antiguos poderes de facto seguían controlando la situación en el país y que tan sólo se había sustituido la cabeza de la maquinaria.
El Ejército rumano, pilar de la transformación
Al pasar la frontera y ver mi pasaporte español el soldado en el control me sonrió y dijo -Ole, ole- y con lenguaje de gestos acompañando sus palabras en rumano vino a decirme: Aquí decíamos, ole ole Ceaucescu kaput, señalando con el dedo pulgar hacia abajo. El Ejército fue un elemento fundamental en toda la transición rumana, a diferencia de otros países. Aunque todavía se encontraba bajo sospecha de haber participado en la represión inicial de la revolución, se le había permitido que se hiciera con la gestión de parte de la administración en aras de un necesario control que en aquellos momentos de crisis permitiese mantener en marcha las instituciones.
Me instalé en el Hotel Intercontinental que me recomendó un matrimonio italiano, gente de negocios sin duda, con quien compartí un taxi desde el aeropuerto. Siguiendo las recomendaciones también de mis compañeros de viaje, cambié dinero en el mercado negro gracias a un camarero del servicio de habitaciones. La devaluación del lei, la moneda rumana, era tal que tan sólo cambiando unos pocos chelines austriacos podía disponer de cualquier lujo.
Bajé al restaurante y un camarero me acomodó en una mesa ocupada por una pareja. Compartir mesa parecía una herencia de los tiempos socialistas más que una costumbre de hotel de lujo. Entablamos una amable conversación en español ya que eran argentinos, gente de negocios también. Él me había preguntado previamente si era periodista y me dijo que me había visto llegar y que había visto también a la persona que me seguía. La Securitate, ya sabés -me dijo- las viejas costumbres nunca se pierden. Comentó que en el Hotel Bucuresti había bastante movimiento de prensa, dato que yo no tenía. Me dejó muy desconcertado y ya no sabía si pensar que el policía secreto era él y que estaba tratando de sacarme información. Decidí entonces pasar por allí aquella misma tarde.
Tránsito por la Plaza de la Revolución
Al dirigirme al Bucuresti tenía que atravesar la que hoy se llama Plaza de la Revolución. El paisaje después de la batalla era sobrecogedor, con los edificios en ruinas y las cubiertas en esqueleto, más inquietante si cabe en un día gris y frío, como solían ser los del invierno rumano. En la plaza se encontraba, además del Palacio Real y sede del Partido Comunista Rumano, el edificio de la Securitate con su cubierta en forma de cúpula completamente destrozada.
Para entrar en la plaza había que atravesar una gruesas líneas rojas pintadas sobre el asfalto, indicadoras en tiempos del dictador de que sólo podía pasar por ahí el personal autorizado, excepción hecha el día de obligatoria adhesión a la figura del líder en sus discursos desde el balcón del palacio. Aquellos primeros días los propios rumanos no daban crédito a la posibilidad de atravesar las marcas en el suelo. Llegué al Bucuresti y comprobé cómo, sorprendentemente, se había organizado un centro de prensa de la revolución. Detrás de aquello estaba la agencia de información del propio partido.
«La révolution n’est pas finí, mon ami»
Encontré caras conocidas, no sólo de medios internacionales, también estaban allí buena parte de los corresponsales españoles. El primer análisis de la situación me lo dio el corresponsal de Diario16, Santiago también, que fue el más sarcástico pero a la vez el más acertado de los que tuve oportunidad de escuchar aquel primer día. -Esto es un golpe de Estado sandinista con una fotocopiadora y la toma de la televisión-. Así lo parecía cuando el profesor universitario Petre Roman y unos cuantos estudiantes habían tomado la televisión pública y se habían hecho con el control de la propaganda.
Uno de los coordinadores de aquel centro era un funcionario de aspecto algo siniestro pero que mantenía su sonrisa perenne, y seguramente era ex miembro de la Securitate. Compartí varios cafés con él, que se esforzaba constantemente por ofrecerme su versión de los hechos. Aunque lo que le gustaba sin duda era el whisky que acompañaba la charla y sobre todo los cigarrillos Marlboro que me cogía y que fumaba compulsivamente. Su frase era casi una consigna: «La révolution n’est pas finí, mon ami» y era el primero en reconocer que la Securitate estaba viva y que nos escuchaba en todo momento. Él creía que el FSN no tenía futuro y pensaba que el Partido volvería, ‘mon ami’. Acepté su invitación para enseñarme los túneles que había bajo la Plaza del Palacio y que unían de forma secreta el edificio de la Securitate y la sede del Partido Comunista, pero al día siguiente el hombre se excusó diciéndome que habían sido inutilizados después de los disturbios en Bucarest.
Un centro de prensa para la Revolución
Todos los periodistas intercambiábamos información y opiniones y compartíamos algunas fuentes. De esta manera algunos formábamos un improvisado pool con Myriam Josa, La Vanguardia, Santiago, Diario16, Luis Serrano, RNE, un clásico periodista de Il Corriere della Sera, y una periodista joven de un medio local británico, entre otros. Fernando Mas, mi jefe de Internacional en el periódico, me pedía que consiguiera un scoop. Me pidió que entrevistase al hijo del matrimonio Ceaucescu, Nicu, heredero designado del régimen y encarcelado junto a sus hermanos Valentín y Zoia. Lo comenté en nuestras reuniones, pero nadie sabía nada sobre dónde estaban encarcelados los hijos del régimen. Después de varios días de investigación tuve que desistir, no conseguí la pista correcta ni siquiera del propio ‘mon mi’, que en esto no soltaba prenda.
Por las mañanas una estudiante de español, Corina Sofica, que me ayudaba con las traducciones, me leía los titulares de los dos diarios principales, Adevarul (La verdad) y Romania Libera, y solía traducirme algunas noticias entre las más importantes.
Por mi parte, cuando salía a la calle, seguía fotografiando espacios y personas en aquel oscuro invierno y las impresiones quedaban en el negativo por revelar, aunque algunas las retenía en mi cabeza. Calles grises, desiertas, pequeños altares improvisados en la calle con velas para recordar a las personas caídas en las manifestaciones, el atestado metro de Bucarest, todo componía un paisaje impactante.
La revolución fue destapando todos los horrores del régimen. Se abrieron las puertas a la prensa de los orfanatos en los que los niños vivían en unas terribles condiciones, con imágenes que conmocionaron al mundo entero. Fueron algunas de las imágenes más impactantes. También tuve oportunidad de asistir a una visita, guiada por el FSN, a las obras del descomunal palacio que se estaba construyendo el ‘conducator’ como residencia oficial. Hoy aquella impresionante obra es el Palacio del Pueblo y sede del Parlamento rumano.
En el terreno político, el líder del Partido Socialista Democrático Rumano, más en el área de la socialdemocracia europea que en el socialismo real soviético, convocó una rueda de prensa para anunciar su participación en las próximas elecciones. Al día siguiente me subí a un taxi para ir a un chalet de las afueras donde citaron a la prensa. Aparte del Frente de Salvación y del Partido Nacional Liberal o el Partido Campesino no había grandes organizaciones capaces de afrontar unas elecciones con garantías de obtener un buen resultado. El Partido Socialista nos recordaba al PSOE pero no tenía nada que ver. Organizaron una improvisada rueda de prensa reclamando un espacio político que el electorado no les otorgó, aunque tuvieron representación con 7 escaños en la Cámara de Diputados.
Petre Roman, una raíz asturiana para la revolución
A la mañana siguiente citaron a la prensa, desde el centro del Bucuresti, para una rueda de prensa del Frente con objeto de ofrecer datos sobre el juicio a los colaboradores del régimen comunista y la preparación de las elecciones. La cita era en la sede del Ministerio de Asuntos Exteriores, impresionante edificio de estilo neoclásico que dejaba patente la megalomanía del régimen. Como el colega italiano del Corriere dijo «Molto bello, ma un po ‘fascista». Gigantescas antesalas y escalinatas infinitas que daban paso a salones con maderas nobles y pinturas también de gigantesco formato con escenas revolucionarias. Nos reunieron en uno de aquellos salones, éramos alrededor de medio centenar de periodistas, y después de tenernos algo más de una hora esperando a Petre Roman, nos anunciaron que había tenido que cambiar su agenda. Nos rebelamos y pedimos que alguien del Frente Nacional nos diera explicaciones o nos ofreciera algún dato sobre las cuestiones planteadas. Sin embargo todo quedó en una mañana perdida y un enojo e irremediable pataleta.
La terrible realidad del pueblo rumano
Por la tarde vi en el Bucuresti a Myriam Josa, de La Vanguardia, con un joven rumano llamado Catalín al que había conocido en uno de aquellos disturbios que se organizaban de repente en las calles de Bucarest. Un joven ingeniero que trabajaba en una central rumana y representaba perfectamente a la mayoría de la población rumana. Me uní a la conversación y me di cuenta de que Catalín no pertenecía al grupo de los estudiantes, ni a los políticos del Frente Nacional, los socialdemócratas, los campesinos o cualquier otro grupo, no era ni había sido de la estructura del régimen ni tampoco de la oposición. Era un ciudadano rumano que tenía una visión sincera de lo que pasaba en su país.
Nos invitó a cenar a su casa, con su esposa, y aunque me parecía un poco abusivo en aquellas circunstancias acepté el convite junto a Myriam. Estuve en una casa rumana, un piso en un barrio no muy céntrico, y pude experimentar de primera mano cómo eran las privaciones de la vida en la una familia media de Bucarest. Por la falta de acceso a cualquier tipo de mercado de alimentos, su madre le había enviado el plato principal de la cena por medio de un maquinista de tren. Nos explicó que su madre vivía en la otra punta de la ciudad y como no podían disponer de medios de transporte que pudiesen utilizar sin desembolsar mucho dinero, un primo suyo que trabajaba en el ferrocarril hacía de mensajero para la familia, de forma que la cena había venido por tren. Estuvimos hablando y disfrutando de una sobremesa en la que el matrimonio nos ilustro sobre la vida y las costumbres, acompañando la conversación de un espirituoso local. La rutina de la vida y la escasez en un edificio de pisos era desmoralizante, desde la necesidad de organizar un turno entre los diferentes pisos y vecinos del edificio para poder ducharse, hasta la necesidad de intercambiar el menaje de cocina para poder cocinar.
Regreso a los cuarteles de invierno
Los días fueron transcurriendo sin novedades que reseñar. Las cenas con el pool se fueron haciendo más aburridas y ya no había necesidad de ocuparse de la información in situ. Otros focos requerían la atención de la prensa y fuimos regresando a nuestros cuarteles generales. La situación de la población no parecía mejorar, sin embargo la situación política progresaba dentro de los cauces más o menos aceptables. Se convocaron elecciones generales en mayo del 90, con un Parlamento Constituyente que elegiría a su presidente. En un primer momento se eligió directamente y fue Ion Iliescu el vencedor por amplia mayoría con más del 80% de los votos.
Regresé a Viena para continuar ocupándome de la geografía de Europa del Este, en avión de la compañía bandera rumana Tarom, con incidentes en el recientemente reabierto aeropuerto internacional. El vuelo transcurrió sin problemas, aparte los normales inconvenientes de unos aparatos a los que no debían de dedicar muchos o muy esmerados cuidados a juzgar por el aspecto y funcionamiento de los elementos habituales en la cabina. También la organización de la administración dejaba bastante que desear en el aeropuerto, con un hombre en silla de ruedas, por ejemplo, al que tuvimos que subir por la escalerilla los propios pasajeros, ya que las normas de aviación civil obligan a embarcarlos en primer lugar y el personal no lo había tenido en cuenta. O el paseo de un soldado, fusil al hombro, por el pasillo de la cabina del avión con una maleta sospechosa de contener algún explosivo para saber si la reconocía algún pasajero.
Anécdotas, en fin, que hacían que cada vez tuviera más ansias por ‘regresar a la civilización’.