Historias de un billar
Apenas quedan billares. Sólo nostalgia. Pero en la Calle Tres Cruces de Madrid hay un tipo que se resiste al olvido, sin permitir que la globalización entre en el número 12. Se llama Juan y es el dueño de Billar Pool Sala VIP, donde conserva la autenticidad de los lugares en los que se gastaban dos mil millones de pesetas anuales. Eran los setenta. Un pasado presente en la mirada de Juan, que cuenta historias con la melancolía de que no volverán y la satisfacción de haberlas vivido.
Esas historias están congeladas, inmortales al tiempo, en una de las ramificaciones de Gran Vía. Llegas sumergido en el redundante bullicio del gentío a un edificio común, salvo porque su puerta de hierro separa el escándalo del secreto, como un grito hacia dentro. En el último timbre a la izquierda se puede leer “POOL”. Al final del frío hall te topas con otra puerta, esta vez, de madera. Ni la fantasía de un niño imaginaría que basta un leve empujón a esa puerta rasgada y sucia, propia de esconder un cableado o instrumentos de limpieza, para adentrarse en otra época.
De repente, la frialdad del mármol que te acompañaba deja paso a una alfombra roja de una calidez infinita, que cae escaleras abajo sostenida en cada peldaño por unas barras de metal dorado. Alrededor conviven posters de películas legendarias y fotografías de un billar de lujo, lo que casa especialmente con el cartel de El Padrino, expuesto en la pared de enfrente, que hace girar la escalera noventa grados a la derecha. Todas las historias que faltan por descubrir están escritas en el gotelé de sus paredes. Más adelante, hay una bifurcación en la que ambas posibilidades mueren en otra puerta. La gravitación que experimentas hacia la derecha te quiere guiar. El hierro de la puerta parece un imán. Así que eliges esa dirección, sabiendo inconscientemente que allí está lo que buscas. De nuevo, un impulso agarrando la empuñadura te introduce en otra dimensión, aunque, llegados a este punto, es más preciso decir otra división. Es un billar. Pero no un billar cualquiera. Incandescentes luces esféricas caen desde arriba, aportando relieve a las identidades que fueron por allí y ahora cuelgan de las paredes en fotografías antiguas. Es una elegante fiesta de colores vivos que te recibe con el Bang Bang de Nancy Sinatra.
El dueño, siempre trajeado, te espera con música de buen gusto al volumen adecuado para charlar con ambientación. Es exclusivo, por lo que conviene ser educado. Una vez que te ha dado la mano, gira 180 grados para invitarte a contemplar el sótano que custodia. Hay varias mesas. La más cercana a la entrada está tapada. “Es para jugar al pool, una modalidad que ya nadie reclama”, aclara Juan. Él mismo ganó varios campeonatos practicando ese deporte basado en las carambolas. “Es un juego estético, y ahora los jóvenes sois más prácticos. La mayoría de los trofeos que veis en las lejas los he ganado jugando al pool. Antes era un pasatiempo de éxito”, cuenta mientras se acerca a la lona que cubre la mesa, destapándola lo suficiente para mostrar que no tiene agujeros. Cuando los futbolistas iban por allí, los delanteros y los defensas preferían las dos mesas del fondo, para jugar al billar, pero los mediocentros y los extremos se quedaban en la de pool, para las filigranas. Los porteros optaban por la barra del pintoresco bar que contiene la sala.
Con una cerveza en la mano, Juan toma asiento y recuerda los seiscientos billares que había en Madrid por los setenta, más o menos, una década después de que ese juego se popularizara en España. Antes de que los jóvenes emigraran a pubs y discotecas, gastaban mucho de su mucho tiempo libre y poco de su poco dinero cambiando minutos por pesetas en el billar. Aunque la estadística dice que el 15% de los clientes eran mujeres, los habituales eran hombres que acudían cada día al salir del trabajo. Unos se limitaban a quemar el instinto de competir, pero otros intentaban convertirse en alguien.
En aquellos años, si estabas bien relacionado podías conseguir todo cuanto imaginaras. A los billares acudían personalidades relevantes, que siempre se interesaban por entretenerse viendo a los mejores mientras consumían una cajetilla de Marlboro. Era un caldo de cultivo idóneo para cocinar negocios. La atmósfera del amiguismo tiene la luz bajita. Incluso había quien iba por allí a buscar trabajo. Con una buena racha mantenida unos meses, podías llegar a un apretón de manos que te cambiara la vida: “Me gusta cómo juegas, chico. ¿A qué te dedicas?”.
También se ganaba y se perdía dinero apostando. Era una cuestión de pelotas, para que la voz que se corriera llevara tu nombre y quisieran medirse contigo. El dinero que se ponía sobre la mesa rondaba entre 500 y 10.000 pesetas. Algo más pequeñas eran las tarifas que manejaban los mirones, frecuentemente ancianos que preferían competir desde la barrera, viendo quién tiene mejor ojo: “Ganará ese. Mira la seguridad con la que se quita la chaqueta y la deja en el perchero. ¿Cuánto te juegas?”. Sin duda, era un modo más emocionante que pasar la tarde sentado en el banco de alguna plaza. Además, contribuían al espectáculo celebrando las mejores jugadas de su caballo ganador bajo una aureola de clandestinidad. De vez en cuando, la policía se pasaba a echar un ojo, pero más que alterar el ritmo de las partidas, sucumbían ante su encanto.
“Fueron tardes gloriosas”, concluye Juan, recordando otra finalidad de los billares, que se manifestaba sobre todo los fines de semana. Una partida era la excusa perfecta para charlar con un buen amigo o mantener la familia unida. Ahora, parece que la gente ha olvidado lo bien que te lo puedes pasar con cinco duros.
El maravilloso Juan nos ha dejado este domingo…
Quizá ya no volvamos a poder visitar nunca más su casa.
Una gran pérdida.
Le llevaremos en el corazón.
Joder .. llevo una hora buscando información en internet, a ver si encontraba algo de Juan .. que lleva meses sin abrir .. y resulta que falleció el 25 de julio.
Mi Juan .. eras el tipo más cascarrabias, antipático, gruñón, que he conocido en mi vida .. solo los que te conocíamos de verdad sabíamos que debajo hay un homre extraordinario, un caballero, un galán de los de antes, cariñoso como él sólo, divertidísimo … igual que mi abuelo, por eso te adoro. Te voy a echar mucho, muchísimo de menos.