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El Rastro: un emblema cargado de historias

Vista aérea del Rastro de Madrid

Vista aérea del Rastro de Madrid / Claudia Sánchez

Un domingo por la mañana en Madrid no sería lo mismo sin un paseo por el Rastro. Este mercado, que una vez por semana monta y desmonta sus puestos, forma parte de la vida cotidiana de la ciudad. Es uno de los máximos exponentes del estilo de vida de los habitantes de la capital y uno de los símbolos más reconocibles del Madrid castizo. Representa un sistema de valores que se han transmitido de generación en generación, especialmente en el caso de los comerciantes. Para los visitantes, pasear por La Latina echando un vistazo a los diferentes puestos que se encuentran para terminar el recorrido tomando unas cañas en alguno de los bares cercanos es una tradición.

Pocos serán los madrileños que no hayan paseado la mañana de un domingo por las calles de La Latina sumergiéndose en los puestos que llenan de vida este emblemático barrio de Madrid una vez a la semana. El Rastro, uno de los símbolos de la capital española, constituye una seña de identidad de la forma de vida de muchos de sus habitantes. Una tradición que abarca varios siglos y que todavía hoy es un atractivo para madrileños y foráneos.

Aun así, como nosotros antes de comenzar a documentarnos, muchos ignorarán de donde proviene el término que da nombre a un mercado que forma parte de la idiosincrasia madrileña. En el siglo XV se inauguró en la Villa de Madrid el Matadero Viejo, primer matadero municipal de la ciudad. Al arrastrar las reses, estas iban dejando un reguero de sangre fresca en el pavimento, por lo que a la zona se la empezó a conocer popularmente como el Rastro. «La Ribera de Curtidores se llama así porque antes aquí se encurtían las pieles de los animales sacrificados», nos explica José María Carrión, quien regenta una tienda de antigüedades en esta misma calle.

Día soleado en el Rastro madrileño

Día soleado en el Rastro / Claudia Sánchez

 

Tradición y nuevas caras

La tradición en el Rastro juega un papel fundamental. Gracias a ella el negocio familiar pasa de padres a hijos transmitiéndose con este legado una serie de valores y una forma de vida propia. José María lo sabe bien: «Llevamos toda la vida aquí. Hasta cuatro generaciones, desde 1924. Mi abuelo empezó comprando ropa cuando esto era el matadero de Madrid. Así empezó él y así ha seguido toda mi familia». Una herencia casi centenaria que no le borra la sonrisa. Se muestra agradecido por el modo en que se gana la vida. Además de un trabajo, una pasión. «Es nuestra vida. El Rastro es el mayor mercado de compraventa de objetos antiguos y usados de toda España. También uno de los mayores de Europa. El Rastro es una simbología de Madrid y de España. Es muy bonito».

La vida del vendedor ambulante no es fácil. En un estilo de vida nómada, en el que la estabilidad económica y personal dependen en gran parte de la suerte, puede resultar complicado que las generaciones venideras sientan el arraigo suficiente para hacerse con las riendas que anteriormente llevaron sus padres y sus abuelos. No es el caso de Rubén Blanco, quien ya es uno más del ajetreo de todas las matinales de domingo. A sus 21 años se hace cargo de un puesto de literatura: «Los valores se han transmitido siempre de generación en generación. Esto forma parte de mi vida y la de mi familia. Puede ser pesado porque hay que estar a todo, pero es divertido».

Entrada de una tienda de antigüedades anexa al Rastro

Entrada de una tienda de antigüedades anexa al Rastro / Claudia Sánchez

Pero no todo es tradición. A la costumbre de estar al pie del cañón domingo tras domingo se han unido nuevos rostros. Es el caso de Jesús Domínguez, que entre semana dirige otro negocio y el domingo madruga para sacarse «unas perras» extra: «En mi familia no hemos sido vendedores ambulantes. Yo soy el primero que me dedico a esto. De hecho, tengo una tienda de compraventa de oro y antigüedades, y los domingos me vengo aquí».

Nuevos puestos. Gente renovada. Un lienzo cambiante que ofrece mucha variedad en el que, no obstante, las puertas cada vez son más difíciles de abrir. Las licencias pasan de mano en mano dentro de la propia familia, por lo que la creación de nuevos permisos se antoja harto complicada: «Es muy difícil trabajar aquí. Hay mucha gente sin trabajo que quiere estar aquí pero no tienen los medios. Esto está muy solicitado, más que ser político», se queja en tono irónico el vendedor Juanjo Heredia.

El Madrid castizo

Desde hace casi cuatro siglos el Rastro forma parte del paisaje del barrio La Latina una vez por semana. Es tal el arraigo del mercado a esta zona que, si bien en varias ocasiones a lo largo de los años se han intentado trasladar los puestos que cada domingo inundan sus calles, nunca se ha conseguido, negándose siempre a ello los comerciantes y los propios vecinos.

El Rastro congrega cada fin de semana a cientos de miles de personas, muchas de ellas, visitantes de fuera de Madrid e incluso de España. Es una de las principales atracciones de la capital, la perfecta representación del espíritu castizo. Aunque cada vez se ve menos, es común encontrarse en el a veces intransitable paseo hombres y mujeres vestidos de chulapos y chulapas, figuras icónicas del Madrid del siglo pasado.

Esa particularidad es la que hace del mercado algo especial. Fernando Macías, vendedor madrileño, apunta: «El Rastro es patrimonio de Madrid, es muy representativo de la vida castiza. Se vende fuera de aquí como algo muy representativo y verdaderamente lo es». Es tal el potencial que posee este multitudinario evento que desde distintas formaciones políticas se ha tratado de impulsar durante los últimos años la candidatura del Rastro como Bien de Interés Cultural por parte de la UNESCO, proposición a la que las diferentes asociaciones en defensa del Rastro se mostraron contrarias, ya que sostenían que sería «perjudicial para vendedores y comerciantes», en palabras de Mayka Torralbo, portavoz de la asociación El Rastro Punto Es.

Transeúntes mirando la carta de un bar

Transeúntes mirando la carta de un bar / Claudia Sánchez

La visita al Rastro no sería lo mismo sin degustar parte de la gastronomía madrileña en forma de tapas acompañadas de unas cervezas bien tiradas. Como manda la tradición, es casi obligatoria después del paseo una parada en alguno de los bares y restaurantes situados en los aledaños de los puestos, establecimientos que se pueden ver abarrotados cerca del mediodía. Mónica lo ve casi como un ritual: «Me gusta venir al Rastro por el ambiente que se respira. Pasear, echar un ojo a los puestos y luego tomarme unas cañitas», y señala que «la hora del aperitivo es lo mejor de venir aquí».

Al otro lado

En esta vida nada permanece inalterable. El paso del tiempo afecta en mayor o menor medida a todo y a todos. Por eso es normal que el Rastro, si bien mantiene la esencia que le caracteriza desde su nacimiento, haya mudado su piel varias veces a lo largo de sus casi cuatrocientos años de existencia. Desde los primeros puestos, en los que se vendía la carne proveniente de los diferentes mataderos cercanos, hasta los tenderetes en los que se expone la tecnología más vanguardista, toda una gama de grises ha dado forma a un mercado en constante evolución.

«Ha cambiado todo muchísimo. Como la vida misma. Antes se vendían más antigüedades y ahora todo se mueve al ritmo de las modas, los gustos, lo que se lleva», nos comenta un José María que trata de adaptarse a la tendencia cambiante de un mercado caprichoso: «Hay rachas. Hay momentos en los que a la gente no le da por esto. Como pasó hace años: la gente empezó a comprar pisos y a viajar. Hay que entender que esto es algo así como un artículo de lujo: comprarse un reloj o una escultura puede gustarte, pero pasas sin ello».

Más duro se muestra en su opinión Lucas Díaz: «Ahora se compra menos. Entre la crisis, el desinterés de la gente y que el rastro ahora es más cutre…». El vendedor, que supera por poco la treintena, se muestra hastiado desde la trinchera que resulta del montón de vinilos, cassettes y discos a los que intenta dar salida. María del Carmen Plasencia no pierde la sonrisa pese a las dificultades que ella y su familia atraviesan: «No faltamos ni un solo domingo porque no nos lo podemos permitir». Al contrario que Díaz, la veterana comerciante achaca la disminución de las ventas al cambio de moneda. «Se notó mucho el paso de la peseta al euro».

La Ribera de Curtidores, hasta la bandera

El Rastro, hasta la bandera / Claudia Sánchez

También los visitantes se han dado cuenta de cómo ha cambiado el Rastro de un tiempo a esta parte. Pepa, fiel a su cita cada domingo desde hace 20 años, nos comenta cómo percibe estos cambios: «Sigue viniendo muchísima gente pero antes esto se ponía que no se podía andar». Una de las posibles causas de la menor afluencia de público cree que puede situarse en la diversificación del ocio que toda gran ciudad experimenta. «Antaño no había nada en Madrid para hacer un domingo porque todo estaba cerrado, ahora todo el mundo abre y hay muchas formas de ocio», sostiene.

María echa la vista atrás y rememora cómo era hace no demasiado tiempo la mítica Plaza de Cascorro un domingo por la mañana: «Yo recuerdo que antes se ponían allí los hippies con sus puestos y tocaban los tambores». Ahora, considera, ha perdido parte de su encanto, aunque se sigue dejando caer de vez en cuando para dar un paseo y aprovechar si ve algo que le llame la atención.

«Si no está en el Rastro, no está en ningún sitio»

Uno de los comentarios más repetidos entre los asistentes es la increíble variedad de puestos que existen. Más de mil quioscos en los que se puede encontrar desde ropa de segunda mano hasta bicicletas preparadas para la competición profesional (eso sí, con alguna década que otra a la espalda), pasando por chapas y posters, música de otra generación y todo tipo de objetos en los que se puede apreciar el paso del tiempo o, como se les llama popularmente, vintage.

Uno de los puestos del Rastro de Madrid

Puesto de parches de temática rockera / Claudia Sánchez

Precisamente, las antigüedades son las que más pasiones levantan entre los visitantes al mercado. Pepa reivindica los espacios en los que se venden objetos de otras épocas: «Lo que más me gusta son las antigüedades. Especialmente las de los puestos: el regateo y estar mirando y cogiendo, es más de toda la vida». Esta pintora, además, aprovecha cada visita para intentar vender algunos de sus cuadros. «Es un mercado de compra y de venta, es una de sus particularidades, y a gente con un hobby como el que tengo yo un lugar así nos viene genial, nos impulsa», reconoce.

Jennifer, que aunque joven, es una asidua visitante del Rastro por herencia de sus padres, discrepa. «Antes se vendían muchas más antigüedades. Ahora se ven piercings y ese tipo de cosas más enfocadas al público joven», lamenta. Marina, que asegura que siempre que va compra algo, «aunque sea unos pendientes para mi hermana», se muestra maravillada ante la variedad que ofrece el mercado: «Si no encuentras una cosa en el Rastro no la encuentras en ningún sitio. Hay una diversidad de objetos alucinante».

La cara B

Pero no todo es bonito en el Rastro. Uno de los mayores problemas que arrastra desde hace décadas es el carterismo, y parece difícil de solventar. Pepa señala que «hay mucha policía tanto de paisano como de uniforme y ayuda a sentirse más seguro», mientras que Juanjo Heredia cree que es insuficiente: «Hay mucha menos vigilancia que antes, quizá porque ahora viene menos gente». La Ribera de Curtidores, avenida que vertebra el Rastro de arriba a abajo, es donde los viandantes deben «tener más cuidado», coinciden, ya que es la zona en la que los ladrones suelen actuar con mayor libertad.

Jesús, por su parte, admite que la seguridad se ha visto reforzada: «Recuerdo que antiguamente los gitanos se quedaban en el coche a dormir para marcar el sitio y si les dabas un poco de dinero te lo cedían». Considera, a su vez, que las licencias han supuesto un avance para ellos. «Han servido para arreglar estas cosas. Antes había peleas y discusiones sobre quién había guardado antes el sitio. Ahora todo está más regulado», subraya.

Precisamente, si hay algo que a todos los comerciantes preocupa, y que se trató en Variación XXI en un reportaje anterior, es el tema de las licencias. La tradicionalidad en la venta en el Rastro hace que sea muy difícil hacerse con los permisos necesarios para montar un puesto, y más desde la drástica reducción de los mismos que el Ayuntamiento de Madrid llevó a cabo en los años ochenta, dejándolos en alrededor de 1.700. Fernando cree que la regulación es excesiva: «Antes era todo más anarquista. Venías con tu mesita y te ponías a vender», y añade que ahora está todo «demasiado legislado». Se queja de las tasas que «los guardias» les imponen, y aduce que «esto no da para tanto». María del Carmen sostiene que los comerciantes que quieren renovar sus licencias están «un poquito jodidos» debido a las trabas con las que se encuentran.

Agentes pidiendo la licencia a unos comerciantes en el Rastro madrileño

Agentes pidiendo la licencia a unos comerciantes / Claudia Sánchez

La policía centra el malestar de los trabajadores del Rastro, convirtiéndose en blanco de sus denuncias. Protestan por las dificultades que la autoridad les plantea, especialmente en lo referente al espacio. «Los guardias podrían tocar menos los huevos con los metros, que siempre vienen a multar», manifiesta Lucas, visiblemente molesto. Jesús, por su parte, hace una petición a la policía: «Que nos dejen ganarnos el pan. Me gustaría que no pusieran tantos pretextos para impedirnos realizar nuestro trabajo, ya que solo estamos aquí para vivir».

El Ayuntamiento es objeto de las críticas de algunos comerciantes, ya que consideran que se encuentran en una situación de abandono por parte del mismo. José Luis se muestra apesadumbrado tras años y años en los que, sin importar el signo político, el Consistorio solo se acuerda del Rastro para utilizarlo como una herramienta en beneficio propio, como ocurrió con la candidatura a Bien de Interés Cultural. «El gremio es ignorado. Hay asociaciones y compañeros tanto de tiendas como de puestos que solo encuentran impedimentos a la hora de ampliar el puesto u organizarse por sectores», afirma.

La magia del Rastro

Si en algo coincide la mayoría de los visitantes, tanto nuevos como habituales, es en señalar la mezcla de gentes y culturas como uno de los mayores atractivos del mercado. La calle a rebosar y el ambiente que se respira hacen del Rastro un lugar de obligado peregrinaje alguna vez en la vida; varias si se vive en Madrid.

Laura no duda a la hora de calificar con un solo adjetivo lo que se vive en La Latina cada siete días: «Es mágico». Y es verdad. El Rastro tiene algo de magnético, algo que te atrapa y te obliga a volver, tarde o temprano, a perderte en su bullicio.

¡Hasta el próximo domingo!

6 Comments

  1. Muy buen trabajo

  2. Que interesante! No sabía que El Rastro era una tradición tan antigua!

  3. Muy bonito articulo del emblemático barrio,el barrio mas castizo de Madrid me a gustado mucho

  4. Muy bonito, y muy bien, yo he vivido al lado y es como lo ha relatado, cuantos recuerdls

  5. Realmente bueno, felicidades

  6. Muy bueno felicidades

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